Carola: del silencio al implante coclear
de Argentina
- Implantada unilateral
- Implante coclear lado derecho
- Hipoacusia sobrevenida
- Madre de 4 hijos
Carola afirma:
Del silencio al implante coclear
“Tendría yo unos ocho meses cuando un virus desconocido me llevaba casi casi al otro mundo. Entonces, los médicos decidieron darme altas dosis de estreptomicina. Nunca sabré si eso fue lo que me salvó o si fueron los ruegos y rezos de toda mi familia a San Martín de Porres, pero la cuestión es que si bien salí de aquello, había quedado sorda del oído izquierdo probablemente como secuela del medicamento. Afortunadamente, el oído derecho me permitió desenvolverme sin mayores inconvenientes en el estudio, trabajos, relaciones sociales, etc.
Casi 30 años después, ya con mi segunda hija, empecé a tener problemas de hipoacusia en ese oído, pero se me recetó un audífono y santo remedio, todo siguió como siempre, con la misma normalidad.
El silencio
Pero en enero del 2000, cuando ya teníamos cuatro hijos (los dos menores de 10 y 6 años y las mayores ya iban por los 19 y 18), de un momento a otro me quedé sorda. Completamente sorda. ¿La causa? Tal vez la misma estreptomicina de la infancia. Y no había medicación alguna que pudiera servir. Así es que el mundo se volvió de repente un lugar extraño y lejano. Tenía conmigo el silencio total.
Nunca había imaginado que podía llegar a esa situación tan extrema. No solo no entendía el vaivén de las palabras sino que el silencio se adentraba hasta mis huesos, se había transformado en una compañía diaria. Veinticuatro horas de silencio, veinticuatro horas de mis propios pensamientos, constantes, ácidos, hirientes, asustados, latentes. El silencio se convertía, o quería convertirse en mi madre y en mi padre; quería ser mis hijos. Él había hecho desaparecer todas las voces, eran solo labios que se movían ahuecadamente; tampoco estaban los sonidos más simples: el agua que corría, el chocar de las tazas, la puerta al abrirse, mis pasos al caminar.
El silencio me había arrancado de la vida que conocía. Era ahora mi propia jaula.
Gracias a Dios mi familia estaba allí, asombrada y un poco a la deriva como yo, pero llena de amor y es allí, en el amor, en donde uno puede volver a empezar; porque la familia te abraza y te ama hasta la luna ida y vuelta.
Entonces, intentas oír con la mirada, buscas las palabras en los labios del otro y de a poco empiezas a comprender los gestos. A los demás les toca hablar lento, que no es lo mismo que bajo; pronunciar y modular cada palabra, ayudarse con mímica y sí, tener mucha pero que mucha paciencia. Me costaba mucho a mí, pero advertía que para ellos no era nada fácil tampoco.
Y como cada uno de nosotros somos únicos e irrepetibles, nuestras reacciones lo son también. Habrá quien se esconda, quien huya, quien se enoje, quien se deprima; habrá quien no salga del asombro, que no pueda y se paralice y hasta el que explote en ira. Pero todas las reacciones son válidas, porque ante lo nuevo nos nacen reacciones nuevas también.
Yo tuve de todo un poco: desde miedo, angustia e introversión; enojo y más silencio, hasta euforia, risas y soberbia. Tratas de ser la misma que eras antes de la sordera pero te das cuenta de que no lo eres y empiezas entonces la batalla contra ti misma: con la nueva persona sorda que tiene que aceptarse como tal.
Además, la sociedad no hace sencilla la vida para quien pierde la audición de adulto. Te conviertes en paria, porque no perteneces a la comunidad sorda (desconoces el lenguaje de señas), pero tampoco a la oyente. Por otra parte, el mundo está hecho para el oyente, desde el cine o TV sin subtítulos, o con una closed caption bastante pobre; tampoco puedes ver películas con niños porque están dobladas al castellano; y también están las restricciones laborales, depende claro está del oficio o profesión.
Pero llega un momento en que haces las paces con el silencio y poco a poco se vuelve un amigo y no un carcelero. Te das cuenta de que puedes a vivir a su lado. Y aprendes a manejar sin los ruidos del tráfico; a entender sin voces, a cantar sin escucharte, a conversar con el corazón.
Porque yo había perdido la audición, pero no la capacidad de asombro ante un mundo que bullía y me llamaba a continuar en él.
Extrañaba mucho la música, mi fiel compañera, pero la mantenía muy cerca en mi recuerdo por lo que estaba constantemente en mí.
El implante coclear
Sin darme cuenta me fui acostumbrando a esa vida de silencio y de pronto, en un abrir y cerrar de ojos, habían pasado dieciocho años. Pero una casualidad estaba por cambiarlo todo: me presentaron a una persona con implante coclear. Fue fascinante ver cómo escuchaba y cómo se desenvolvía en un espacio con música y ruidos. Comprendí que era momento de volver a averiguar. Gracias a mi amiga y Licenciada, especialista en lenguaje, Romina Piccione, conocí a mi cirujana y ellas me abrieron el panorama y me llevaron de la mano hacia el mundo del implante coclear.
Pero era una decisión difícil porque en este tipo de cosas nadie puede tomar la decisión por uno. ¡Yo añoraba escuchar, necesitaba ya escuchar! A esa altura ya habían nacido mis nietas y no les conocía la voz y también claro, las voces de mis hijos eran ya de adultos y no de los niños que yo recordaba. Mi familia, mis amigos y mi psicóloga me animaban con un futuro prometedor. Así que me decidí y di el gran salto.
¡La operación estuvo de maravilla! Las manos mágicas de mi doctora convirtieron ese día en un canto: operada a la mañana ya a la tarde estaba en mi casa. Era más que increíble.
Reconozco que al mes, al encender el equipo, esperaba mucho más de lo que fue en ese momento. El haber escuchado anteriormente me ponía parámetros a los que quería llegar inmediatamente. Pero para eso faltaba el proceso de rehabilitación que debía hacer y el mío de verdad fue sorprendente. Antes de los tres meses ya hablaba por teléfono y cada día reconocía algo nuevo. ¡Nuestro cerebro es tan poderoso y no lo sabemos!
Un mundo de sonido
Y todo empezó a ser tan natural: las nítidas voces de cada uno de mis hijos, las risas de mis nietas, la voz de mi esposo que era como un abrazo. Qué natural los pájaros, las cotidianas puertas, las llaves que se te caen del bolsillo, las burbujas del agua cuando hierve. El mundo había vuelto a ser sonido y en él toda la música que renacía en las manos de pianista de mi hijo y en el canto de mi hija.
La música tiene un lugar especial en mi vida. Al comienzo era imposible escuchar claramente violines o sopranos pero solo era cuestión de pelearla. Porque admito que la rehabilitación debe ser constante y con ella el trabajo personal. Por eso yo escuchaba música todo el tiempo, incluso aun no pudiendo reconocer instrumentos o voces y así un buen día me encontré escuchándolo todo. Hoy me deleito con toda clase de música y es tan clara como antes de quedar sorda.
Creo que la sociedad no ha tomado aún conciencia de lo que significa un implante coclear, porque el volver a escuchar o el generar la capacidad de oír a quienes jamás escucharon se fusiona con el aprendizaje del habla, el desarrollo del intelecto, el realce de la propia identidad; la ruptura del aislamiento social, en definitiva la completitud del ser humano. Y por supuesto, debería ser asequible a todo aquel que lo requiriera.
Hoy vivo en un mundo que vibra con profundos sonidos, amplios, de gamas infinitas que me hacen sentir parte de la vida. Es como que casi se me ha olvidado el silencio; que se me ha olvidado que escuchar eran los ojos y los labios del otro; que oír eran los gestos y señales del otro, dentro de un silencio brutal que me acunaba.
Pero somos los que somos gracias al camino recorrido y depende de nosotros capitalizar el aprendizaje para seguir adelante con lo que la vida nos va ofreciendo a su paso y lo que podemos ser a partir de ello.
De nosotros depende seguir adelante y cantar de agradecimiento.”
Carola comparte siempre que puede su experiencia vital. También ha colaborado con la revista Voces de volta. Puedes encontrar su artículo Un baile con el silencio en la página 25.