Eneida Rendón nació en Escuinapa, Sinaloa (México). Cerca de ahí pasó sus primeros años, en un pueblo con menos de 2.000 habitantes llamado El Pozole, en el municipio de Rosario. Nació ciega, al igual que su hermano José Darío, dos años mayor. Nunca distinguió formas, solo algunos destellos abstractos, pero nada concreto. Disfrutaba de la compañía que le brindaba la música, que desde siempre fue su refugio y su gran amor.
Pronto, las notas musicales comenzaron a desvanecerse para ella: a la edad de ocho años fue diagnosticada con hipoacusia. No sólo quedaría impedida para ver el mundo sino también para escucharlo. Lo mismo le ocurrió a su hermano, lo que hizo suponer a los doctores que el origen de su enfermedad fuera hereditario, sin que pudieran nunca llegar a confirmarlo.
Aún así, hoy ambos han vuelto a escuchar gracias a un implante coclear y trabajan y viven de manera autónoma en Guadalajara (México).
Recientemente, el equipo de Volver a Escuchar tuvo la oportunidad de reunirse con Eneida y de comprobar en primera persona su fuerza y su energía. Cuando estás con ella te olvidas de su discapacidad porque con su ejemplo, ella te demuestra en cada momento todo lo que es capaz de hacer. Es una persona activa, muy social, llena de planes y de proyectos y ni la ceguera ni la falta de audición son para ella un impedimento.
Sin duda, Eneida tuvo en su madre, María del Carmen, un gran ejemplo. Aunque su marido la dejó sola con sus dos hijos discapacitados, hizo acopio de fuerza y voluntad y los sacó adelante. Siendo sus hijos pequeños, decidió mudarse a Guadalajara, en busca de mejores oportunidades.
Pérdida auditiva progresivaLa pérdida auditiva de Eneida no ocurrió de la noche a la mañana. Primero fue una hipoacusia leve: podía escuchar casi todo a excepción de algunas palabras y sonidos. Pero luego empeoró y le resultó doloroso ser consciente de la pérdida progresiva. Fue un proceso largo durante el que se intentaron todo tipo de opciones: a los nueve le adaptaron su primer audífono, que aunque en un inicio ofreció resultados prometedores, fue perdiendo eficacia después. Probaron entonces con otro. Y así pasaron los años, entre audiometrías y audífonos que, irremediablemente, terminaban siendo insuficientes.
Aunque con dificultad y de manera limitada, Eneida continuó siendo capaz de escuchar, hasta que en abril de 1997, a la edad de catorce años, se aceleró su deterioro, lo que ocasionó que para diciembre de ese año Eneida hubiera perdido la audición por completo.
Pérdida auditiva completaTodo empeoró entonces, incluyendo su rendimiento escolar: en primero de secundaria tenía las mejores calificaciones y era una alumna ejemplar; en segundo, en cambio, tras haber perdido el oído, fue incapaz de seguir el ritmo de los demás. Su escuela entonces decidió cerrarle las puertas. Le dijeron a su madre que era una distracción para sus compañeros y que su paso por las aulas, dada su condición, se había vuelto un despropósito. “Que mejor se vaya a descansar”, sentenció el director del centro.
Eneida estaba devastada, sin embargo, contaba aún con su viejo refugio, la música. Durante todo este tiempo, nunca se alejó de las notas y los pentagramas, que aprendió a leer en braille. A los once conoció a un maestro de piano, invidente también, que mostró gran empatía con su caso y la aceptó como alumna. Lo admiraba profundamente y sus clases constituían un espacio donde se sentía motivada y a salvo. Fue muy disciplinada, incluso continuó asistiendo cuando su pérdida auditiva fue total: aprendió a escuchar con la vibración del piano. Sin embargo, su maestro no encontró la paciencia que su caso requería. Las entonces nuevas limitaciones de Eneida lo desmotivaron y terminó por renunciar diciéndole: “Para ser un buen pianista se necesita oído”. Se sumió en una terrible depresión. Ya sin la música, Eneida sentía que lo había perdido todo.